miércoles, 25 de septiembre de 2013

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LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA ERÉNDIDA Y DE SU ABUELA DESALMADA DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS

martes, 24 de septiembre de 2013

MARTIN FIERRO RESUMEN

Primera parte: "La Ida" Martín Fierro, el gaucho, nos va a contar con sincera nostalgia la vida feliz que antaño llevaba en la pampa y la inicia no con el grandilocuente verso homérico de "Canta musa, la cólera de Aquiles"… sino con un auténtico rapsoda del pueblo al que van destinadas sus cuitas y lamentos: "Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela…" en el canto II comienza el relato propiamente novelesco del poema, concretamente al llegar la cuarta estrofa: la leva lleva al gaucho del hogar a "la frontera", a la tierra de indios. En el canto III asistimos a la vida miserable que sufre nuestro protagonista en su nuevo destino. La guerra con el indio se halla erizada de peligros sin cuento, hasta el punto de que el gaucho decide huir (canto IV y V). La continua huída va a durar tres años, sembrado de penalidades sin cuento. Pobre y desnudo, regresa a su rancho, que ha sido destruido y ha de refugiarse en una cueva. Las penalidades no han terminado: en el canto VII Fierro sufre persecución al ser considerado un vago. Entonces se revela y se torna "malo", frecuenta las "pulperías", se emborracha y, pendenciero, en una pelea mata a un negro. En el canto VIII, la policía lo persigue. Exhausto, pero valiente, lucha hasta la extenuación, hasta conseguir la admiración del sargento de policía Cruz, en el canto IX lo escucha con atención y, compadecido de él, le cuenta a su vez, su historia; y así ambos, por ser dos almas gemelas, deciden marchar a tierra de indios. Así se llega al canto XIII, con el que finaliza la primera parte. Hernández, por boca de su protagonista, anuncia "romper la guitarra para no volverla a templar". En la última estrofa se encierra toda la protesta y denuncia socio-política: "…que referí ansí a mi modo / males que conocen todos / pero que naides contó". Segunda parte: "La Vuelta" La segunda parte abre también con una pequeña introducción. Se trata de una novela rimada con ecos de poema épico. José Hernández sabía que la fama de su personaje corría de boca en boca, a semejanza de lo que Sancho dice en relación a su amo en la segunda parte del Quijote (1 y 2). Narración de las aventuras de Cruz y Fierro en la tierra de indios, fiestas y bailes de los mismos, postura ante los prisioneros. En el canto 3 aparece una poesía sentenciosa junto al treno y la lamentación continuada. Una resignación sin esperanza, un estoicismo ilustrado con metáforas encadenadas. Menos mal que el lamento es el mejor lenitivo para todos los males. Las lamentaciones se cortan y volvemos a enfrentarse con el indio y conocemos la vida de prisioneros de Cruz y Fierro. En los cantos 4 al 6 se nos describen las costumbres indias, muchas de ellas bárbaras y salvajes, singularmente las de los hombres que maltratan a sus mujeres cuales aparecen como sufridas y abnegadas. En el canto 6, Cruz muere de viruelas. Encomienda a Fierro a su hijo porque ya no tiene tampoco madre. Hasta ese momento no sabíamos que cruz tenía un hijo, y es quizá para un hombre que siempre se halla en escenarios bélicos, el pensar que podía tener una familia le quitaba toda la dureza de su carácter. En el canto 8, tras enterrar a Cruz y llorarle, Fierro se ve envuelto en un terrible duelo con un salvaje que maltrata a una prisionera blanca. Después logra huir con ella, no sin antes asistir a una de las escenas más tiernas y a la vez duras del poema: el indio golpea brutalmente a la mujer y le arranca a su hijo de los brazos, acto seguido lo degüella… ¡para amarrarle después las manos con las propias tripas de su hijo! En los cantos 9 y 10 Fierro y su compañera sepultan al niño despedazado, tras matar al indio y enterrarlo en un "pajonal", a fin de que la tribu tarde en encontrarlo; después marchan a "tierra de cristianos". Cuando llegan, Fierro se despide de la mujer y cada cual parte por su lado. Tres años han pasado en duro peregrinaje y cinco con los indios cautivo. Las autoridades ya no se acuerdan de sus delitos. Entonces aparecen los hijos de nuestro protagonista, a los que les cuesta identificarle, porque "venía muy aindiado y muy viejo". En el canto 12, el hijo mayor cuenta su estancia en la cárcel; en el 13 el hijo segundo narra asimismo su historia. Se nos da a conocer un nuevo personaje: el viejo Viscacha, a quien se le encomendó el hijo más pequeño hasta que tuviera edad para gozar de la herencia. El carácter y las acciones de Viscacha se nos narran en los cantos 14 y 15. En el canto 16 fallece Viscacha y es enterrado (canto 17 y 18). La obsesión por el viejo Viscacha, que tanto hiciera sufrir al hijo segundo, se nos explica con detalle. En el canto 20 aparece Picardía, que explica su azarosa vida picaresca (cantos 21 a 28). ¡Finalmente descubrimos que Picardía as el hijo de Cruz! Aparece a continuación el Moreno, nada menos que el hermano menor del negro que injustamente mató Martín Fierro (canto 29 a 31). Por último, Martín Fierro (transposición del autor) da una serie de consejos a sus dos hijos. Estos, junto con Picardía, se despiden, no sin antes decidir cambiar de nombre. En la penúltima estrofa se nos devela el mensaje del autor al proponerse escribir la segunda parte de la obra: "es el tiempo de olvidar antiguas rencillas, tiempo es de trabajar por un futuro". El propio José Hernández se dirige a los lectores con el convencimiento de que su poema a de pasar a la posteridad y de que todo él encierra una enseñanza. Personajes secundarios Cruz Es también gaucho como Fierro, pero ha ingresado en la policía gracias a un amigo que le debía una "deuda de sangre"; aparece como una especie de "doble" de aquel, pero no le anula. Su nombre ya es un símbolo: sufrimiento, muerte, castigo, purga en la vida de acciones pasadas… y por "la forma de firmar"… ¡con una cruz! como analfabeto. Actúa como complemento y desdoblamiento de nuestro héroe, que clama incluso con mayor fuerza que este contra la injusticia de los que mandan. En la segunda parte lucha fieramente a lado de Fierro contra los indios: cree que va a morir, pero no es así hasta que le sobreviene el final, no en la lucha, sino tras cuidar a un indígena. Más humano que nunca, cae también él gravemente enfermo y encomienda con la mayor ternura un hijito a Fierro, desapareciendo para siempre. El hijo mayor de Martín Fierro. Se nos presenta como un ex presidiario que ha ido a la cárcel injustamente, a la manera de El Proceso, de Kafka. El hijo mayor acusa y de él se vale José Hernández para lanzar un último ataque contra la justicia y el sistema penitenciario. En él están simbolizados no sólo todos los perseguidos injustamente, sino todos los que se hallen encerrados en la cárcel de su propia existencia (angustia existencial). El hijo segundo. Se relaciona con Picardía, hijo de Cruz, y es un digno continuador de la gloria picaresca española. Trasciende de él un sentido humano de inocencia gracias a él se introduce en la obra un personaje de la riqueza argumental del viejo Viscacha. Una mujer (la tía) le recoge y le mima, y le deja una herencia gracias a la cual este hijo segundo entra en contacto con gente más refinada que los gauchos. La semejanza con los pícaros se halla muy lograda, ya que el muchacho vagabundo va de mano en mano y pasa "hambre viva" en casa del avaro Viscacha. Como en el caso de Picardía, su forma de vivir se halla determinada por las circunstancias. Picardía. Hijo de Cruz, su nombre lo dice todo, narra sus aventuras sus detalles de humor que suavizan la tragedia del hijo mayor. Vizcacha. Viejo astuto y avaro que ha vivido siempre en el campo. Viscacha recuerda con su nombre al de una clase de roedor que vive en las madrigueras (una "vizcacha"). Es viudo por haber matado a su mujer de un golpe por haberle dado un "mate frío", pero el remordimiento no lo dejará ya en paz. Avaro, celoso o maniático, el hijo de Fierro deberá dormir fuera de su covacha, a la serena, con el cuerpo medio desnudo. Viscacha da al muchacho unos consejos, auténtica norma de vida para el pícaro que ha de desplegar la astucia, el engaño, el disimulo y la misoginia para sobrevivir en un mundo donde el hombre es lobo para el hombre. El Moreno o "Negro de la Payada". Contrasta con los otros personajes sobre todo por el color. Se trata de un vengador de ofensa legal (venganza de la sangre) por ser pariente del muerto, pero no consuma la venganza, porque en la segunda parte ha llegado la hora del perdón y el olvido para las viejas ofensas. Su figura es interesante desde el punto de vista técnico y estilístico por introducir la payada, y con ella el poema incorpora uno de los elementos corrientes en la poesía gauchesca. El enfrentamiento entre negro y blanco es explicado por algunos como intención de tipo racial. El gaucho siente con orgullo la indiferencia hacia el color y si este orgullo lo separa del "pueblero" (aquí con mucho de defensa), también lo hace del indio y el negro. Las mujeres Se ha dicho que el Martín Fierro es un poema de hombres, lo cual no obsta para que la mujer se halle presente en él, tanto de forma individual como colectiva, en los distintos cantos de las dos partes. La primera que nos presenta el poema es la esposa de Fierro. No posee nombre concreto y sale en él de forma episódica sin que sepamos nada ni de su rostro ni de sus formas… "una de tantas". Al marchar Martín Fierro, ella también marcha "con no se qué gavilán", y Fierro la disculpa e incluso le desea suerte. La segunda es la del negro a quien un día, estando Fierro borracho, la insulta y se mete con ella hasta que la pelea inevitable termina con la muerte del negro. Fierro pretende entonces continuar su atropello, pero reflexiona y, por respeto, desaparece con gran remordimiento. Cuando Cruz acaba de unir su vida a la del gaucho aventurero, aparece de nuevo la mujer, que si es buena puede ser de gran alivio para el compañero. Sin embargo, la de Cruz, a la que primero se pondera, termina, como la de Fierro, abandonándole por el comandante de la milicia. La misoginia de ambos hombres es pues justificable. Misoginia que se repite en el baile del gaucho (canto XI), en donde, además de una que le provoca, otras se burlan de él. Llegamos con ello a la Vuelta. Las primeras mujeres que se nos presentan son las indias. Martín no tiene más que elogios para ellas. Son también mujeres sin rostro: piadosas, diligentes y sufridas en los trabajos. Sufren pacientes bajo el duro yugo del marido que es su tirano y su señor, y que "ni sabe lo que es amar". Con las indias contrasta el retrato de la "china vieja" que culpa a un "gringuito" cautivo de ser el causante de la viruela negra. Es una mujer maléfica y supersticiosa. El episodio de la mujer cautiva produce el retrato más tierno de mujer del Martín Fierro, así como las trágicas escenas de las que es protagonista: mujer buena con su hijito contrapuesto al de la "china mala" que desencadena el drama. Gracias a la entereza de la cautiva, que pierde a su hijo degollado, Fierro recupera el instinto de pelea. Mujer valiente, Posee toda la cautela propia de la feminidad y sabe sobreponerse al dolor y ayudar a Fierro cuando es atacado por el indio y cae debajo de él sin poder volverse. Hernández hace que Fierro bendiga a Dios por haber puesto en aquella mujer la "juerza que en un varón / tal vez no pudiera haber". Muerto el indio, se produce la huída de Fierro y la mujer. Nada se nos dice en cuanto si ha habido relaciones más íntimas entre el protagonista y la cautiva. El autor es todo discreción y hace que Fierro, convertido en auténtico paladín, no necesite descender a situaciones más prosaicas… Por último se hallan: la tía que, recoge al segundo hijo de Fierro, lo mima y lo hace su heredero. Es una mujer con auténtico buen corazón y carácter maternal; y en contraste con la amable figura de la tía, está la curandera, auténtica parca, que visita a Viscacha viejo y enfermo. La viuda de la que se enamora el segundo hijo de Fierro. De la viuda su conducta, nada sabemos, mujer esquiva de la cual anda locamente enamorado el muchacho, no puede consumar su unión porque aquella es fiel a la memoria de su marido. Unas tías que recogen al hijo de Cruz para que no ande suelto y desamparado, buenas mujeres, aunque unas beatorras de cuidado y, contrastando, la mulata que se "pega" al lado de Picardía, primero como ángel de la guarda, después como pícara tentadora del muchacho. Apodada "la parda, tenía los ojos como refocilo"… Finalmente, la alusión que hace el Moreno a su sufrida madre que tuvo diez hijos…

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Aquí pueden descargar el MARTÍN FIERRO "EL FIN" DE BORGES El fin (Artificios, 1944; Ficciones, 1944) Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente… Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia. Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder. La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería. Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura: —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted. El otro, con voz áspera, replicó: —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió: —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años. El otro explicó sin apuro: —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas. —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud. El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla. —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre. Un lento acorde precedió la respuesta de negro: —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros. —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano. El negro, como si no lo oyera, observó: —Con el otoño se van acortando los días. —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie. Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado: —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto. Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró: —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero. El otro contestó con seriedad: —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo. Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo: —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano. Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro. Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre. Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874) (El Aleph (1949) I'm looking for the face I had Before the world was made. Yeats: The Winding Stair. El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro. Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza. En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así: En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

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