jueves, 25 de junio de 2009

Ferdinand de Saussure, Curso de Linguistica General.

Ferdinad de Saussure (1857-1913) El signo lingüístico no vincula un nombre con una ‘cosa’ sino un concepto con una imagen acústica

Sausurre consideraba que la lingüística del siglo XIX no se cuestionaba profundamente qué es el lenguaje ni como funciona, decidió entonces abocarse a la investigación de éste, por sí mismo. En su Curso de Lingüística general Sausure propone dejar de lado el estudio del lenguaje desde una perspectiva histórica (filología) y analizarlo desde el punto de vista estructural.

El enfoque de Saussure, sostiene que todas las palabras tienen un componente material (una imagen acústica) al que denominó significante y un componente mental referida a la idea o concepto representada por el significante al que denominó significado. Significante y significado conforman un signo.

Ampliando el horizonte de la lingüística
Ferdinad de Saussure relacionó a la lingüística con un estudio más general que los signos... identificó las características de la lengua como entidades mentales, subrayó la creatividad del lenguaje, estableció una terminología que favorecía la definición precisa de términos generales, en lugar de la adopción de términos técnicos, adoptó un sistema didáctico que recurría con frecuencia a las analogías tomadas de la música, el ajedrez, el montañismo o el sistema solar para describir mejor los rasgos del lenguaje. Estos logros, introducirán a la lingüística en el siglo XX...

Lengua y habla

Ocupados en el desarrollo histórico del lenguaje, los lingüistas tomaban como campo de estudio la lengua escrita. El punto de partida utilizado por Saussure fue pues, el de la individualidad del acto expresivo: la palabra hablada. Se presenta así la primera distinción teórica entre:

Lengua(el sistema): O lo que podemos hacer con nuestro lenguaje y;

Habla(el uso del sistema): O lo que de hecho hacemos al hablar.

En algunos idiomas, existen vocablos diferentes para referir estos dos conceptos, en inglés por ejemplo, se utilizan los términos "language" para significar "lengua" y "speech" para el habla. Sin embargo, pese a esta diferenciación conceptual, ningún lingüista antes había focalizado sus estudios desde esta perspectiva y la principal crítica de Saussure al enfoque tradicional de la lingüística.

Esta diferenciación teórica, requiere, consecuentemente, una definición de signo lingüístico que excluyera los sonidos efectivos del habla.

Significante y significado

La definición de signo lingüístico de Saussure incluye solo dos componentes y no es más compleja que la empleada en la nomenclatura que él mismo criticara debido a su simplismo. En efecto, admite la división del signo en dos partes, ya que considera que la división propuesta por la nomenclatura era atractiva, sin embargo, enfatizaba que debía evitarse sobresimplificar los procesos involucrados en el lenguaje.

Saussure, en su definición de signo, reemplazará el vocablo nombre, utilizada en la conceptualización de nomenclatura, por imagen acústica esto es, la imagen mental de un nombre, que le permite al hablante decirlo, y luego reemplazará a la cosa por el concepto. Es otras palabras, en su definición, une dos entidades que pertenecen al lenguaje eliminando el plano de la realidad de los objetos, esto es, los referentes sobre los cuales se emplea el lenguaje. Porque si tanto el significado como el significante son entidades mentales, es evidente que su marco teórico propone una ruptura entre el plano lingüístico y el plano del mundo externo a la mente.

Finalmente, esta definición de signo lingüístico se completará cuando le da el nombre de significante a la imagen acústica y significado al concepto mental con el que se corresponde dicha imagen acústica.

Cabe preguntarnos por qué Saussure eligió términos tan parecidos corriendo riesgo de confusiones conceptuales, aparentemente, consideró que la mínima diferencia formal entre ambos términos destacaría su contraste.

Principios de arbitrariedad y linealidad


El signo lingüístico es arbitrario en el sentido que la conexión entre significante y significado no se basa en una relación causal. La prueba de tal afirmación, reside en el hecho que las distintas lenguas desarrollaron diferentes signos, esto es, diferentes vínculos entre significantes y significados; de otra forma, sólo una lengua existiría en el mundo. Ahora bien, aún aceptando la arbitrariedad del signo en lo que respecta al vínculo entre significante y significado, es claro que esta conexión no es arbitraria para quienes usan una misma lengua, porque si esto fuera así, los significados no serían estables y desaparecería la posibilidad de comunicación.

El principio de arbitrariedad opera en forma conjunta con el segundo principio de Saussure que afirma que el significante siempre es lineal. Lo que significa que los sonidos de los cuales se componen los significantes, dependen de una secuencia temporal.

Saussure afirma que el funcionamiento del lenguaje depende de la linealidad y que esto tiene importantes consecuencias dado que la linealidad impide ver u oír varios significantes simultáneamente. Mientras que la linealidad del significante es una cadena, la arbitrariedad que entre ambas partes del signo es un vínculo único.

Inmutabilidad del signo


Al analizar el signo en relación a sus usuarios, Saussure observa una paradoja: la lengua es libre de establecer un vínculo entre cualquier sonido o secuencia de sonidos con cualquier idea, pero una vez establecido este vínculo, ni el hablante individual ni toda la comunidad lingüística es libre para deshacerlo. Tampoco es posible sustituir un signo por otro.

La lengua castellana podría haber elegido cualquier otra secuencia de sonidos para el significado que se corresponde con la secuencia C-L-I-M-A, pero una vez que dicho vínculo se ha consolidado, la combinación ha de perdurar. No es posible legislar sobre el uso de la lengua.

Mutabilidad del signo

Sin embargo, con el tiempo, la lengua y sus signos, cambian. Aparecen así, lentamente, modificaciones en los vínculos entre significantes y significados. Los significados antiguos se especifican, se agregan nuevos o se clasifican de modo diferente. Por ejemplo la palabra "ratón" adquiere un significado distinto en relación a las computadoras, en este caso, dos vínculos entre significado y significante coexisten simultáneamente.

Sincrónico y diacrónico

Saussure considera que no es posible describir plenamente un lenguaje si esto se hace de forma aislada en relación a la comunidad que hace uso de él y a su vez los efectos que el tiempo tiene sobre el lenguaje (su evolución).

Efectivamente, durante el transcurso del tiempo, el lenguaje evoluciona, lo que pone en evidencia que los signos cambian. En consecuencia, Saussure afirma que una lengua puede ser estudiada tanto en un momento particular como a través de su evolución en el tiempo. En este sentido, diferenciará dos modalidades respecto al uso del lenguaje:

Sincrónica: (syncronos, al mismo tiempo) Examina las relaciones entre los elementos coexistentes de la lengua con independencia de cualquier factor temporal. Permite describir el estado del sistema lingüístico, siendo esta descripción abarcativa de la totalidad de los elementos interactuantes en la lengua.

Diacrónica: (diacronos, a través del tiempo) Se enfoca en el proceso evolutivo y se centra en aquellos fragmentos que se corresponden con ciertos momentos históricos.

Para el lingüista que apunta a realizar una descripción completa de un lenguaje determinado, el análisis diacrónico y sincrónico, aunque esto no sea necesario para una comunidad lingüística. Esto significa que cuando se verbaliza el sistema de una lengua, solo intervienen elementos sincrónicos puesto que nadie necesita conocer la historia de una lengua para hacer uso de ella. Por otra parte, los factores diacrónicos no alteran al sistema como tal. Para explicar este punto, Saussure recurre a una metáfora planetaria, diciendo que si un planeta del sistema solar cambiara de peso y tamaño, tales cambios alterarían el equilibrio del conjunto en su totalidad, aunque de todas formas, el sistema solar, seguiría siendo un conjunto.

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Si bien los hechos sincrónicos y diacrónicos son autónomos, existe una relación de interdependencia entre ambos. No es posible conocer el estado de una lengua si no analizamos los cambios que sufrió.

Saussure dirá que el funcionamiento de una lengua es como el ajedrez. El ajedrez es, como el lenguaje, un grupo de valores diferentes que en conjunto, conforman un sistema completo. Las piezas del ajedrez interactúan igual que los elementos de un lenguaje en estado sincrónico. Cuando una pieza se mueve, el efecto es similar a un cambio lingüístico y este le incumbe al análisis diacrónico. Aunque el movimiento sea tan solo el de una pieza, este movimiento afectará a todo el sistema en su totalidad. El estado del tablero ha cambiado: es uno antes de la jugada, y se transforma en otro después, pero la movida, en sí misma, no pertenece a ninguno de esos dos estados (porque los estados son sincrónicos).

La lingüística sincrónica se ocupa de relaciones lógicas y psicológicas que vinculan los términos que coexisten en un sistema, la lingüística diacrónica se ocupa de términos que se reemplazan uno al otro cuando el sistema evoluciona, pero que no forman un sistema.

Forma y sustancia


Si el signo lingüístico no fuese arbitrario, los signos que componen el lenguaje estarían determinados mutuamente por algún elemento externo. El valor lingüístico está enteramente determinado por la existencia de relaciones y por ende, el signo debe ser arbitrario.

Saussure llama "forma pura" a la relación entre el significante y el significado, así como a la que existe entre los distintos signos. Lo hace para recordarnos que no es sino una relación.

El vínculo entre el sonido y el pensamiento en el signo lingüístico produce FORMA y no sustancia

Significación y valor

El lenguaje es un sistema de valores en el sentido en que todo signo lingüístico vincula sonidos e ideas. Si tal vínculo no existiera, sería imposible separar un pensamiento de otro. Los sonidos no se diferencian entre sí más que los pensamientos no expresados. La función del lenguaje no es crear un medio sonoro para expresar el pensamiento sino mediar entre el pensamiento y el sonido, de modo tal que el vínculo entre ambos dé por resultado unidades que se determinen mutuamente.

Existen para Saussure, dos tipos diferentes de significación, una que corresponde al signo tomado en forma aislada y otra, que surge de contrastar ambos signos. La primera clase de significación está subordina a la segunda y para destacar la diferencia la denomina valor lingüístico.

Contraste por valor lingüístico

El signo, en efecto, comunica un valor lingüístico el cual deriva de su contraste con otros signos con los que está vinculado. Por ejemplo: nieve, helado, hielo, glaciar. Cada una se entiende en la medida que se entiende la otra, porque podemos diferenciarlas una de otra. "Helado" no significa "nieve" y "hielo" no significa "glaciar", etc. El principio que distingue el valor del significado, distingue también las formas entre sí y crea el significado.

Contraste formal

A su vez, "nieve" significa lo que significa porque es diferente de "nave" y "nieto" porque poseen formas contrastantes. Si bien la diferencia sonora es mínima, esta es suficiente para hacer de cada una un signo lingüístico diferente.

Diferencia y oposición

El motor del significado es la diferencia. Para la conformación de un sistema (que opera creando diferencias entre ideas e imágenes sonoras) no se requiere términos positivos. Este puede construirse sobre la base de la negación. Porque si analizamos significantes y significados de forma separada, observaremos que son diferencia pura. Sin embargo, en donde significante y significado confluyen, es donde hallamos el elemento positivo.

La forma de un signo difiere de la de otros signos como forma; el concepto difiere de otros como concepto. Pero el signo en tanto que signo, no difiere de otros signos. sino que se diferencia. La diferencia es algo que puede definirse apelando a un tercer término: La diferencia entre dos y tres es uno. Diferenciarse implica simplemente que dos no es igual a tres.

Relaciones lineales y relaciones asociativas

Entre los signos lo que hay pues, es oposición. En la lingüística sincrónica se distingue una oposición básica de dos tipos de relaciones:

Relaciones lineales: se refiere a los signos complejos o secuencias de signos con dos o más componentes, ordenados en una línea o secuencia significativa: montañas, las montañas, escalar las montañas, escalar las montañas nevadas, etc. .

Relaciones no lineales (formales) asociaciones de forma o de significado o de ambas cosas que los hablantes establecen de manera automática ante cualquier signo: montaña, cabaña, campaña, campiña, campo, campesino, etc.

viernes, 12 de junio de 2009

La otra muerte Jorge Luis Borges

Un par de años hará (he perdido la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú anunciando el envío de una versión, acaso la primera española, del poema The Past, de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una postdata de que don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, por que don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomo en una estancia de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a una o dos leguas del ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia Masoller agotaban su historia; no me sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte... Supe que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de Massoller; Emir Rodrígez Monegal, a quien referí el argumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, “porque el gaucho teme a la ciudad”, de hombres degollados hasta la nuca, de una gerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Maseller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
—¿Damián? ¿Pedro Damián? —dijo el coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaliado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada...
Absurdamente, la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobardía es mas complejo y mas interesante que un hombre meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos menos memorable que Lord Jim o que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales. En lo que Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llama artiguismo: la conciencia(tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo... Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada efusión.
En el invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta:
—Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo esquiador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
—Ya sé —le dije—. El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban perplejos.
—Usted se equivoca, señor —dijo, al fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en el pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba muerto y la última carga de Massoller le paso encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí. —Malas palabras —dijo el coronel—, que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser —dijo Amaro—, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al fin, el coronel murmuró:
—No como si peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
—Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. La pregunté por su traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le recordé que me había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con extrañeza, busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con el racho de Damián,de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de Damián; meses después; hojeando unos álbunes, comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tamberlinck, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más fácil, pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar una conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero.) Más curiosa es la conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kuhlmann. Pedro Damián, decía Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; “murió”, y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la vez es la más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos del Canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de indentidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiasini sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.


La adivino así. Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea de con otras palabras; es crear dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Esta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero Abaroa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián.
En cuanto a mí, entiendo no recorrer un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencione en el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra ignorada y en una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.

El hombre de la esquina rosada Jorge Luis Borges

A Enrique Amorim
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. Enseguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:
Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
De asco no te carneo: dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
¡;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
¿;Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
Entrá, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
¡;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
La está mandando un ánima dijo el Inglés.
Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcados alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del montón, y otra, pensativa también:
Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó enseguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

Las puertas del cielo. Julio Cortazar

A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiese decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
-Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi. Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe de manera que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido.
-Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chofer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
-Andá velo a Mauro -le dije a José Maríía-. Ya sabés que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia Martita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina; hasta se olía débilmente a vinagre.
-Pobrecita la finadita -dijo Misia Marttita-. Pase, doctor, pase a verla. Parece como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto.
-Gracias por venir, doctor -me dijo unoo-. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro.
-Los amigos se ven en estos trances -diijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskies y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
-Esa debe ser la madre -dijo el loco Baazán, casi satisfecho.
"Silogística perfecta del humilde", pensé. "Celina muerta, llega madre, chillido madre." Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco apoco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
-Quién iba a decir esto -le oí a Peña-.. Así tan rápido...
-Bueno, vos sabés que estaba muy mal deel pulmón.
-Sí, pero lo mismo...
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo... Celina tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era "debilidad". Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina. "Qué bien baila, Marcelo", como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el "doctor", tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo el doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó el "Marcelo". Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en el Rácing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.

-Es bueno que lo hable a Mauro -dijo Joosé María que brotaba de golpe a mi lado-. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia e la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.

Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la zonza. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario. Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado de incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos por afuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos. Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Rácing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero en el Abasto. Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.

Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el domingo de paso al hipódromo, y verlo en seguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar.
-Gracias por venir a verme. El tiempo ees largo, Marcelo.
-¿Tenés que ir al Abasto, o te reemplazza alguien?
-Puse a mi hermano el renguito. No tenggo ánimo de ir, y eso que el día se me hace eterno.
-Claro, precisás distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo.
-Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar -"Los amigos se ven en estos trances"- y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: "La tengo aquí", y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.
-Quiero olvidar -decía también-. Cualquuier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo, usté... -El índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino al baile.
-Nunca la llevé a ese Palace -mee dijo de repente-. Yo estuve antes dee conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta?
En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta. Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
-No está mal -dijo Mauro con su aire trristón-. Lástima el calor. Debían poner estratores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido.) Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
-Esto asienta la cerveza. Puta que estáá concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa -"Yo soy un hombre honrado..."-; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más bajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas. Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesionales los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan.) Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas.
-Me dan ganas de bailarme un tango -dijjo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír si instintiva pero a la vez meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía da cada cosa como pelos en un brazo.
Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente entontecida y como boqueando fuera de su tango.
-Le presento a un amigo.
Nos dijimos los "encantados" porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones, me miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Rácing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en le taxi de vuelta.
-¿Lo bailamos? -dijo Emma, tragando su granadina con ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevernos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y hoy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió a la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ocho entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia delante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras ese borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que las zonas de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco.
-¿Vos te fijaste? -dijo Mauro.
-Sí.
-¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.
Julio Cortázar; Bestiario, Buenos Aires, Sudamericana, 1994

Diario para un cuento

2 de febrero. 1982.
a veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y
creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta olympia traveller
de luxe (de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado por los siete
profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto puede recibir una
portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron y libros), así a veces, cuando
cae la noche y pongo una hoja en blanco en el rodillo y enciendo un gitane y me trato de
estúpido, (¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista,
o escuchar uno de mis discos?), pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que
empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser adolfo
bioy casares.
quisiera ser bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona,
aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos, aparte de
otras razones de peso, entre ellas un océano temprana y literalmente tendido entre los dos.
sacando la cuenta lo mejor posible creo que bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en
esta vida. la primera en un banquete de la cámara argentina del libro, al que tuve que asistir
porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a
saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles,
nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él
me pidió que le pasara el salero. la segunda vez bioy vino a mi casa en parís y me sacó unas
fotos cuya razón de ser se me escapa aunque no así el buen rato que pasamos hablando de
conrad, creo. la última vez fue simétrica y en buenos aires, yo fui a cenar a su casa y esa
noche hablamos sobre todo de vampiros. desde luego en ninguna de las tres ocasiones
hablamos de anabel, pero no es por eso que ahora quisiera ser bioy sino porque me gustaría
tanto poder escribir sobre anabel como lo hubiera hecho él si la hubiera conocido y si
hubiera escrito un cuento sobre ella. en ese caso bioy hubiera hablado de anabel como yo
seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde cerca y hondo y a la vez guardando esa
distancia, ese desasimiento que decide poner (no puedo pensar que no sea una decisión)
entre algunos de sus personajes y el narrador. a mí me va a ser imposible, y no porque haya
conocido a anabel puesto que cuando invento personajes tampoco consigo distanciarme de
ellos aunque a veces me parezca tan necesario como al pintor que se aleja del caballete para
abrazar mejor la totalidad de su imagen y saber dónde debe dar las pinceladas definitorias.
me será imposible porque siento que anabel me va a invadir de entrada como cuando la
conocí en buenos aires al final de los años cuarenta, y aunque ella sería incapaz de imaginar
este cuento —si vive, si todavía anda por ahí, vieja como yo—, lo mismo va a hacer todo lo
necesario para impedirme que lo escriba como me hubiera gustado, quiero decir un poco
como hubiera sabido escribirlo bioy si hubiera conocido a anabel.


3 de febrero
¿por eso estas notas evasivas, estas vueltas del perro alrededor del tronco? si bioy
pudiera leerlas se divertiría bastante, y nomás que para hacerme rabiar uniría en una cita
literaria las referencias de tiempo, lugar y nombre que según él la justificarían. y así, en su
perfecto inglés,
it was many and many years ago.
in a kingdom by the sea,
that a maiden there lived whom you may know
by the name of annabel lee.
—bueno —hubiera dicho yo—, empecemos porque era una república y no un reino
en ese tiempo, pero además anabel escribía su nombre con una sola ene, sin contar que
many and many years ago había dejado de ser una maiden, no por culpa de edgar allan poe
sino de un viajante de comercio de trenque lauquen que la desfloró a los trece años. sin
hablar de que además se llamaba flores y no lee, y que hubiera dicho desvirgar en vez de la
otra palabra de la que desde luego no tenía idea.


4 de febrero
curioso que ayer no pude seguir escribiendo (me refiero a la historia del viajante de
comercio), quizá precisamente porque sentí la tentación de hacerlo y ahí nomás anabel, su
manera de contármelo. ¿cómo hablar de anabel sin imitarla, es decir sin falsearla? sé que es
inútil, que si entro en esto tendré que someterme a su ley, y que me falta el juego de piernas
y la noción de distancia de bioy para mantenerme lejos y marcar puntos sin dar demasiado
la cara. por eso juego estúpidamente con la idea de escribir todo lo que no es de veras el
cuento (de escribir todo lo que no sería anabel, claro), y por eso el lujo de poe y las vueltas
en redondo, como ahora las ganas de traducir ese fragmento de jacques derrida que
encontré anoche en la venté en peinture y que no tiene absolutamente nada que ver con
todo esto pero que se le aplica lo mismo en una inexplicable relación analógica, como esas
piedras semipreciosas cuyas facetas revelan paisajes identificables, castillos o ciudades o
montañas reconocibles. el fragmento es de difícil comprensión, como se acostumbra chez
derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que
parece que lo criaron mejor):
«no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto
ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. y sin embargo
amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin duda en la existencia. no
amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo menos en eso que es
igual que ame o no. ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien lo devolvería, yo
devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que recibo. y sin
embargo me lo doy. ¿puedo decir que me lo doy? es tan universalmente subjetivo
—en la pretensión de mi juicio y del sentido común— que sólo puede venir de un
puro afuera. inasimilable. en último término, este placer que me doy o al cual más
bien me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento, si experimentar quiere
decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi
existencia interesada o interesante. placer cuya experiencia es imposible. no lo
tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo,
sujeto existente) no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. en tanto que
existo no tengo jamás placer puro».
derrida está hablando de alguien que enfrenta algo que le parece bello, y de ahí sale
todo eso; yo enfrento una nada, que es este cuento no escrito, un hueco de cuento, un
embudo de cuento, y de una manera que me sería imposible comprender siento que eso es
anabel, quiero decir que hay anabel aunque no haya cuento. y el placer reside en eso,
aunque no sea un placer y se parezca a algo como una sed de sal, como un deseo de
renunciar a toda escritura mientras escribo (entre tantas otras cosas porque no soy bioy y no
conseguiré nunca hablar de anabel como creo que debería hacerlo).
por la noche
releo el pasaje de derrida, verifico que no tiene nada que ver con mi estado de
ánimo e incluso mis intenciones; la analogía existe de otra manera, parecería estar entre la
noción de belleza que propone ese pasaje y mi sentimiento de anabel; en los dos casos hay
un rechazo a todo acceso, a todo puente, y si el que habla en el pasaje de derrida no tiene
jamás ingreso en lo bello en tanto que tal, yo que hablo en mi nombre (error que no hubiera
cometido nunca bioy), sé penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a anabel como
anabel, y que escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de ella, es
imposible. y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio, la iniciación del pasaje
de derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación exasperante de lo que estaba
sintiendo aquí frente a la olympia, frente a la ausencia del cuento, frente a la nostalgia de la
eficacia de bioy. justo al principio: «no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni
la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada».
el mismo enfrentamiento desesperado contra una nada desplegándose en una serie de
subnadas, de negativas del discurso; porque hoy, después de tantos años, no me queda ni
anabel, ni la existencia de anabel, ni mi existencia con relación a la suya, ni el puro objeto
de anabel, ni mi puro sujeto de entonces frente a anabel en la pieza de la calle reconquista,
ni ningún interés de ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando
many and many years ago. en un país que es hoy mi fantasma o yo el suyo, en un tiempo
que hoy es como la ceniza de estos gitanes acumulándose día a día hasta que madame
perrin venga a limpiarme el departamento.
6 de febrero
esta foto de anabel, puesta como señalador en nada menos que una novela de onetti
y que reapareció por mera acción de la gravedad en una mudanza de hace dos años, sacar
una brazada de libros viejos de la estantería y ver asomar la foto, tardar en reconocer a
anabel.
creo que se le parece bastante aunque le extraño el peinado, cuando vino por
primera vez a mi oficina llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de
sensaciones que yo estaba metido hasta las orejas en la traducción de una patente industrial.

de todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos
mientras fueran traducciones, los peores eran las patentes, había que pasarse horas
trasvasando la explicación detallada de un perfeccionamiento en una máquina eléctrica de
coser o en las turbinas de los barcos, y desde luego yo no entendía absolutamente nada de la
explicación y casi nada del vocabulario técnico, de modo que avanzaba palabra a palabra
cuidando de no saltarme un renglón pero sin la menor idea de lo que podía ser un árbol
helicoidal hidrovibrante que respondía magnéticamente a los tensores 1, 1' y 1" (dibujo 14).
seguro que anabel había golpeado en la puerta y no la oí, cuando levanté los ojos estaba al
lado de mi escritorio y lo que más se veía de ella era la cartera de hule brillante y unos
zapatos que no tenían nada que ver con las once de la mañana de un día hábil en buenos
aires.
por la tarde
¿estoy escribiendo el cuento o siguen los aprontes para probablemente nada?
viejísima, nebulosa madeja con tantas puntas, puedo tirar de cualquiera sin saber lo que va
a dar; la de esta mañana tenía un aire cronológico, la primera visita de anabel. seguir o no
seguir esas hebras: me aburre lo consecutivo pero tampoco me gustan los flashbacks
gratuitos que complican tanto cuento y tanta película. si vienen por su cuenta, de acuerdo;
al fin y al cabo quién sabe lo que es realmente el tiempo; pero nunca decidirlos como plan
de trabajo. de la foto de anabel tendría que haber hablado después de otras cosas que le
dieran más sentido, aunque tal vez por algo asomó así, como ahora el recuerdo del papel
que una tarde encontré clavado con un alfiler en la puerta de la oficina, ya nos conocíamos
bien y aunque profesionalmente el mensaje podía perjudicarme ante los clientes
respetables, me hizo una gracia infinita leer NO ESTÁS, DESGRACIADO, VUELVO A LA TARDE (las
comas las agrego yo, y no debería hacerlo pero ésa es la educación). al final ni siquiera
vino, porque a la tarde empezaba su trabajo del que nunca tuve una idea detallada pero que
en conjunto era lo que los diarios llamaban el ejercicio de la prostitución. ese ejercicio
cambiaba bastante rápidamente para anabel en la época en que alcancé a hacerme una idea
de su vida, casi no pasaba una semana sin que por ahí me soltara una mañana no nos vemos
porque en el fénix necesitan una copera por una semana y pagan bien, o me dijera entre dos
suspiros y una mala palabra que el yiro andaba flojo y que iba a tener que meterse unos días
en lo de la chempe para poder pagar la pieza a fin de mes.
la verdad es que nada parecía durarle a anabel (y a las otras chicas), ni siquiera la
correspondencia con los marineros, me había bastado un poco de práctica en el oficio para
calcular que el promedio en casi todos los casos era de dos o tres cartas, cuatro con suerte, y
verificar que el marinero se cansaba o se olvidaba pronto de ellas o viceversa, aparte de que
mis traducciones debían de carecer de suficiente libido o arrastre sentimental y los
marineros por su lado no eran lo que se llama hombres de pluma, de modo que todo se
acababa rápido. qué mal estoy explicando todo esto, también a mí me cansa escribir, echar
palabras como perros buscando a anabel, creyendo por momento que van a traérmela tal
como era, tal como éramos many and many years ago.
8 de febrero
lo que es peor, me cansa releer para encontrar una hilación, y además esto no es el
cuento, de manera que entonces anabel entró aquella mañana en mi oficina de san martín
casi esquina corrientes, y me acuerdo más de la cartera de hule y los zapatos con plataforma
de corcho que de su cara ese día (es cierto que las caras de la primera vez no tienen nada
que ver con la que está esperando en el tiempo y la costumbre). yo trabajaba en el viejo
escritorio que había heredado un año antes junto con toda la vejez de la oficina y que
todavía no me sentía con ánimos de renovar, y estaba llegando a una parte especialmente
abstrusa de la patente, avanzando frase a frase rodeado de diccionarios técnicos y una
sensación de estarlos estafando a marval y o'donnell que me pagaban las traducciones.
anabel fue como la entrada trastornante de una gata siamesa en una sala de computadoras, y
se hubiera dicho que lo sabía porque me miró casi con lástima antes de decirme que su
amiga marucha le había dado mi dirección. le pedí que se sentara, y por puro chiqué seguí
traduciendo una frase en la que una calandria de calibre intermedio establecía una
misteriosa confraternidad con un cárter antimagnético blindado x2. entonces ella sacó un
cigarrillo rubio y yo uno negro, y aunque me bastaba el nombre de marucha para que todo
estuviera claro, lo mismo la dejé hablar.

9 de febrero
resistencia a construir un diálogo que tendría más de invención que de otra cosa. me
acuerdo sobre todo de los clisés de anabel, de su manera de decirme «joven» o «señor»
alternadamente, de decir «una suposición», o dejar caer un «ah, si le cuento». de fumar
también por clisé, soltando el humo de un solo golpe casi antes de haberlo absorbido. me
traía una carta de un tal william, fechada en tampico un mes antes, que le traduje en voz
alta antes de ponérsela por escrito como me lo pidió en seguida. «por si se me olvida algo»,
dijo anabel, sacando cinco pesos para pagarme. le dije que no valía la pena, mi ex socio
había fijado esa tarifa absurda en los tiempos en que trabajaba solo y había empezado a
traducirles a las minas del bajo las cartas de sus marineros y lo que ellas les contestaban. yo
le había dicho: «¿por qué les cobra tan poco? o más o nada seria mejor, total no es su
trabajo, usted lo hace por bondad». me explicó que ya estaba demasiado viejo como para
resistir al deseo de acostarse de cuando en cuando con alguna de ellas, y que por eso
aceptaba traducirles las cartas para tenerlas más a tiro, pero que si no les hubiera cobrado
ese precio simbólico se habrían convertido todas en unas madame de sévigné y eso ni
hablar. después mi socio se fue del país y yo heredé la mercadería, manteniéndola dentro de
las mismas líneas por inercia. todo iba muy bien, marucha y las otras (había cuatro
entonces) me juraron que no le pasarían el santo a ninguna más, y el promedio era de dos
por mes, con carta a leerles en español y carta a escribirles en inglés (más raramente en
francés). entonces por lo visto a marucha se le olvidó el juramento, y balanceando su
absurda cartera de hule reluciente entró anabel.

10 de febrero
esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el
gallego portero llegando a mi oficina con una foto de evita y pidiéndome de manera nada
amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las cuatro chinches para que
no hubiera pretextos). walter gieseking daba una serie de admirables recitales en el colón, y
josé maría gatica caía como una bolsa de papas en un ring de estados unidos. en mis ratos
libres yo traducía vida y cartas de john keats, de lord houghton; en los todavía más libres
pasaba buenos ratos en la fragata, casi enfrente de mi oficina, con amigos abogados a
quienes también les gustaba el demaría bien batido. a veces susana…
es que no es fácil seguir, me voy hundiendo en recuerdos y a la vez queriendo
huirles, exorcizarlos escribiéndolos (pero entonces hay que asumirlos de lleno y ésa es la
cosa). pretender contar desde la niebla, desde cosas deshilachadas por el tiempo (y qué
irrisión ver con tanta claridad la cartera negra de anabel, oír nítidamente su «gracias,
joven», cuando le terminé la carta para william y le di el vuelto de diez pesos). sólo ahora
sé de veras lo que pasa, y es que nunca supe gran cosa de lo que había pasado, quiero decir
las razones profundas de ese tango barato que empezó con anabel, desde anabel. cómo
entender de veras esa anécdota de milonga en la que había una muerte de por medio y nada
menos que un frasco de veneno, no era a un traductor público con oficina y chapa de bronce
en la puerta a quien anabel le iba a decir toda la verdad, suponiendo que la supiera. como
con tantas otras cosas en ese tiempo, me manejé entre abstracciones, y ahora al final del
camino me pregunto cómo pude vivir en esa superficie bajo la cual resbalaban y se mordían
las criaturas de la noche porteña, los grandes peces de ese río turbio que yo y tantos otros
ignorábamos. absurdo que ahora quiera contar algo que no fui capaz de conocer bien
mientras estaba sucediendo, como en una parodia de proust pretendo entrar en el recuerdo
como no entré en la vida para al fin vivirla de veras. pienso que lo hago por anabel,
finalmente quisiera escribir un cuento capaz de mostrármela de nuevo, algo en que ella
misma se viera como no creo que se haya visto en ese entonces, porque también anabel se
movía en el aire espeso y sucio de un buenos aires que la contenía y a la vez la rechazaba
como a una sobra marginal, lumpen de puerto y pieza de mala muerte dando a un corredor
al que daban tantas piezas de tantos otros lumpens, donde se oían tantos tangos al mismo
tiempo mezclándose con broncas, quejidos, a veces risas, claro que a veces risas cuando
anabel y marucha se contaban chistes o porquerías entre dos mates o una cerveza nunca lo
bastante fría. poder arrancar a anabel de esa imagen confusa y manchada que me queda de
ella, como a veces las cartas de william le llegaban confusas y manchadas y ella me las
ponía en la mano como si me alcanzara un pañuelo sucio.
11 de febrero
entonces esa mañana me enteré de que el carguero de william había estado una
semana en buenos aires y que ahora llegaba la primera carta de william desde tampico
acompañando el clásico paquete con los regalos prometidos, slips de nilón, una pulsera
fosforescente y un frasquito de perfume. nunca había muchas diferencias en las cartas de
los amigos de las chicas y sus regalos, ellas pedían sobre todo ropas de nilón que en esa
época era difícil conseguir en buenos aires, y ellos mandaban los regalos con mensajes casi
siempre románticos en los que por ahí irrumpían referencias tan concretas que se me hacía
difícil traducírselas en voz alta a las chicas que, por supuesto, me dictaban cartas o me
daban borradores llenos de nostalgias, noches de baile y pedidos de medias cristal y blusas
color tango. con anabel era lo mismo, apenas acabé de traducirle la carta de william se puso
a dictarme la respuesta, pero yo conocía esa clientela y le pedí que me indicara solamente
los temas, de la redacción me ocuparía más tarde. anabel se me quedó mirando,
sorprendida.
—es el sentimiento —dijo—. tiene que poner mucho sentimiento.
—por supuesto, quédese tranquila y dígame lo que tengo que contestar.
fue el nimio catálogo de siempre, acuse de recibo, ella estaba bien pero cansada,
cuándo volvía william, que le escribiera por lo menos una postal desde cada puerto, que le
dijera a un tal perry que no se olvidara de mandar la foto que les había sacado juntos en la
costanera. ah, y que le dijera que lo de la dolly seguía igual.
—si no me explica un poco esto... —empecé.
—dígale nomás así, que lo de la dolly sigue lo mismo. y al final dígale, bueno, ya
sabe, que sea con sentimiento, si me entiende.
—claro, no se preocupe.
quedó en pasar al otro día y cuando vino firmó la carta después de mirarla un
momento, se la veía capaz de entender bastantes palabras, se detenía algo en uno que otro
párrafo, después firmó y me mostró un papelito donde william había puesto fechas y
puertos. decidimos que lo mejor era mandarle la carta a oakland, y ya para entonces se
había roto el hielo y anabel me aceptaba el primer cigarrillo y me miraba escribir el sobre,
apoyada en el borde del escritorio y canturreando alguna cosa. una semana después me
trajo un borrador para que yo le escribiera urgente a william, parecía ansiosa y me pidió
que le hiciera enseguida la carta, pero yo estaba tapado de partidas de nacimiento italianas y
le prometí escribirla esa tarde, firmarla por ella y despacharla al salir de la oficina. me miró
como dudando, pero después dijo bueno y se fue. a la mañana siguiente se apareció a las
once y media para estar segura de que yo había mandado la carta. fue entonces cuando la
besé por primera vez y quedamos en que iría a su casa al salir del trabajo.
12 de febrero
no era que me gustaran particularmente las chicas del bajo en ese entonces, me
movía en el cómodo pequeño mundo de una relación estable con alguien a quien llamaré
susana y calificaré de kinesióloga, solamente que a veces ese mundo me resultaba
demasiado pequeño y demasiado confortable, entonces había como una urgencia de
sumersión, una vuelta a tiempos adolescentes con caminatas solitarias por los barrios del
sur, copas y elecciones caprichosas, breves interludios quizá más estéticos que eróticos, un
poco como la escritura de este párrafo que releo y que debería tachar pero que guardaré
porque así ocurrían las cosas, eso que he llamado sumersión, ese encanallamiento
objetivamente innecesario puesto que susana, puesto que t. s. eliot, puesto que wilhelm
backhaus, y sin embargo, sin embargo.
13 de febrero
ayer me encabroné contra mí mismo, es divertido pensarlo ahora. de todas maneras
lo sabía desde el comienzo, anabel no me dejará escribir el cuento porque en primer lugar
no será un cuento y luego porque anabel hará (como lo hizo entonces sin saberlo,
pobrecita), todo lo que pueda por dejarme solo delante de un espejo. me basta releer este
diario para sentir que ella no es más que una catalizadora que busca arrastrarme al fondo
mismo de cada página que por eso no escribo, al centro del espejo donde hubiera querido
verla a ella y en cambio aparece un traductor público nacional debidamente diplomado, con
su susana previsible y hasta cacofónica, sususana, por qué no la habré llamado amalia o
berta. problemas de escritura, no cualquier nombre se presta a... (¿vas a seguir?).
por la noche
de la pieza de anabel en reconquista al quinientos preferiría no acordarme, sobre
todo quizá porque sin que ella pudiese saberlo esa pieza quedaba muy cerca de mi
departamento en un piso doce y con ventanas dando a una espléndida vista del río color de
león. me acuerdo (increíble que me acuerde de cosas así) que al citarme con ella estuve
tentado de decirle que mejor viniera a mi bulín donde tendríamos whisky bien helado y una
cama como a mí me gustan, y que me contuvo la idea de que fermín el portero con más ojos
que argos la viera entrar o salir del ascensor y mi crédito con él se viniese abajo, él que
saludaba casi conmovido a susana cuando nos veía salir o llegar juntos, él que sabía
distinguir en materia de maquillajes, tacos de zapatos y carteras. me arrepentí apenas
empecé a subir la escalera, y estuve a punto de dar media vuelta cuando salí al corredor al
que daban no sé cuántas piezas, victrolas y perfumes. pero ya anabel me estaba sonriendo
desde la puerta de su cuarto, y además había whisky aunque no estuviera helado, había las
obligatorias muñecas pero también una reproducción de un cuadro de quinquela martín. la
ceremonia se cumplió sin apuro, bebimos sentados en el sofá y anabel quiso saber cuándo
había conocido a marucha y se interesó por mi antiguo socio del que las otras minas le
habían hablado. cuando le puse una mano en el muslo y la besé en la oreja, me sonrió con
naturalidad y se levantó para retirar el cobertor rosa de la cama. su sonrisa al despedirnos,
cuando dejé unos billetes debajo de un cenicero, siguió siendo la misma, una aceptación
desapegada que me conmovió por lo sincera, otros hubieran dicho que por lo profesional. sé
que me fui sin hablarle como había pensado hacerlo de su última carta a william, qué me
importaban los líos al fin y al cabo, también yo podía sonreírle como ella me había
sonreído, también yo era un profesional.
16 de febrero
inocencia de anabel, como ese dibujo que hizo un día en mi oficina mientras yo la
tenía esperando por culpa de una traducción urgente, y que debe andar perdido dentro de
algún libro hasta que tal vez asome como su foto en una mudanza o una relectura. dibujo
con casitas suburbanas y dos o tres gallinas picoteando en la vereda. ¿pero quién habla de
inocencia? fácil tildar a anabel por esa ignorancia que la llevaba como resbalando de una
cosa a otra; de golpe, debajo, tangible tantas veces en la mirada o en las decisiones, la
entrevisión de algo que se me escapaba, de eso que la misma anabel llamaba un poco
dramáticamente «la vida», y que para mí era un territorio vedado que sólo la imaginación o
roberto arlt podían darme vicariamente. (me estoy acordando de hardoy, un abogado amigo,
que a veces se metía en turbios episodios suburbanos por mera nostalgia de algo que en el
fondo sabía imposible, y de donde volvía sin haber participado de veras, mero testigo como
yo testigo de anabel. sí, los verdaderos inocentes éramos los de corbata y tres idiomas; en
todo caso hardoy como buen abogado apreciaba su función de testigo presencial, la veía
casi como una misión. pero no es él sino yo quien quisiera escribir este cuento sobre
anabel).
1 7 de febrero
no le llamaré intimidad, para eso hubiera tenido que ser capaz de darle a anabel lo
que ella me daba tan naturalmente, hacerla subir a mi casa por ejemplo, crear una paridad
aceptable aunque siguiera teniendo con ella una relación tarifada entre cliente regular y
mujer de la vida. en ese entonces no pensé como lo estoy pensando ahora que anabel no me
reprochó nunca que la mantuviera estrictamente al borde; debía parecerle la ley del juego,
algo que no excluía una amistad suficiente como para llenar con risas y bromas los huecos
fuera de la cama, que son siempre los peores. mi vida la tenía perfectamente sin cuidado a
anabel, sus raras preguntas eran del género de: «¿vos tuviste un perrito de chico?», o:
«¿siempre te cortaste el pelo tan corto?» yo ya estaba bastante al tanto de lo de la dolly y de
marucha, de cualquier cosa en la vida de anabel, mientras ella seguía sin saber y sin
importársele que yo tuviera una hermana o un primo, barítono este último. a marucha la
conocía de antes por lo de las cartas, y a veces en el café de cochabamba me encontraba
con ella y con anabel para tomar cerveza (importada). por una de las cartas a william me
había enterado de las broncas entre marucha y la dolly, pero lo que llamaré el asunto del
frasquito no se puso serio hasta bastante después, al principio era para reírse de tanta
inocencia (¿he hablado de la inocencia de anabel? me aburre releer este diario que me está
ayudando cada vez menos a escribir el cuento), porque anabel que era carne y uña con
marucha le había contado a william que la dolly le seguía sacando los mejores puntos a
marucha, tipos de guita y hasta uno que era hijo de un comisario como en el tango, le hacía
la vida imposible en lo de la chempe y visiblemente aprovechaba que a marucha se le
estaba cayendo un poco el pelo, que tenía problemas de incisivos y que en la cama,
etcétera. todo eso marucha se lo lloraba a anabel, a mí menos porque tal vez no me tenía
tanta confianza, yo era el traductor y gracias, dice que sos fenómeno, me confiaba anabel,
vos le interpretas todo tan bien, el cocinero de ese buque francés hasta le manda más
regalitos que antes, marucha piensa que debe ser por el sentimiento que ponés.
—¿y a vos no te mandan más?
—no, che. seguro que de puro celos escribís angosto.
decía cosas así, y nos reíamos tanto. incluso riéndose me contó lo del frasquito que
ya una o dos veces había aparecido en el temario para las cartas a william sin que yo hiciera
preguntas porque dejarla venir sola era uno de mis placeres. me acuerdo que me lo contó en
su pieza mientras abríamos una botella de whisky después de habernos ganado el derecho al
trago.
—te juro, me quedé dura. siempre me pareció un poco plantado, a lo mejor porque
no le entiendo mucho la parla y eso que al final él siempre se hace entender. claro, no lo
conoces, si le vieras esos ojos que tiene, como un gato amarillo, le queda bien porque es un
tipo de pinta, cuando sale se pone unos trajes que si te cuento, aquí nunca se ven géneros
así, sintéticos me entendés.
—¿pero qué te dijo?
—que cuando vuelva me va a traer un frasquito. me lo dibujó en la servilleta y
arriba puso una calavera y dos huesos cruzados. ¿me seguís ahora?
—te sigo, pero no entiendo por qué. ¿vos le hablaste de la dolly?
—claro, la noche que él me vino a buscar cuando llegó el barco, marucha estaba
conmigo, lloraba y devolvía la comida, yo tuve que agarrarla para que no saliera ahí nomás
a cortarle la cara a la dolly. fue justo cuando supo que la dolly le había sacado al viejo de
los jueves, andá a saber lo que esa hija de puta le dijo de marucha, a lo mejor lo del pelo
que en una de ésas era algo contagioso. con william le dimos femé y la acostamos en esta
misma cama, se quedó dormida y así pudimos salir a bailar. yo le conté todo lo de la dolly,
seguro que entendió porque eso sí, me entiende todo, me clava los ojos amarillos y
solamente le tengo que repetir algunas cosas.
—espera un poco, mejor nos tomamos otro scotch esta tarde todo ha sido doble —le
dije dándole un chirlo, y nos reímos porque ya el primero había estado bien cargadito—. ¿y
vos qué hiciste?
—¿te crees que soy tan paparula? que no, claro, le rompí la servilleta a pedacitos
para que comprendiera. pero él dale con el frasquito, que me lo iba a mandar para que
marucha se lo pusiera en un copetín. in a drink, dijo. me dibujó a un cana en otra servilleta
y después lo tachó con una cruz, eso quería decir que no sospecharían de nada.
—perfecto —dije yo—, ese yanqui se cree que aquí los médicos forenses son unos
felipones. hiciste bien, nena, cuantimás que el frasquito ese iba a pasar por tus manos.
—eso.
(no me acuerdo, cómo podría acordarme de ese diálogo. pero fue así, lo escribo
escuchándolo, o lo invento copiándolo, o lo copio inventándolo. preguntarse de paso si no
será eso la literatura).
19 de febrero
pero a veces no es así sino algo mucho más sutil. a veces se entra en un sistema de
paralelas, de simetrías, y a lo mejor por eso hay momentos y frases y sucesos que se fijan
para siempre en una memoria que no tiene demasiados méritos (la mía en todo caso) puesto
que olvida tanta cosa más importante.
no, no siempre hay invención o copia. anoche pensé que tenía que seguir
escribiendo todo esto sobre anabel, que a lo mejor me llevaría al cuento como verdad
última, y de golpe fue otra vez la pieza de reconquista, el calor de febrero o marzo, el
riojano con los discos de alberto castillo al otro lado del corredor, ese tipo no acababa
nunca de despedirse de su famosa pampa, hasta anabel empezaba a hincharse y eso que ella
para la música, adióóós pááámpa mííía, y anabel sentada desnuda en la cama y
acordándose de su pampa allá por trenque lauquen. tanto lío que arma ése por la pampa,
anabel despectiva encendiendo un cigarrillo, tanto joder por una mierda llena de vacas. pero
anabel, yo te creía más patriótica, hijita. una pura mierda aburrida, che, yo creo que si no
vengo a buenos aires me tiro a un zanjón. poco a poco los recuerdos confirmatorios y de
golpe, como si le hiciese falta contármelo, la historia del viajante de comercio, casi no
había empezado cuando sentí que eso yo ya lo sabía, que eso ya me lo habían contado. la
fui dejando hablar como a ella le hacía falta hablarme (a veces el frasquito, ahora el
viajante), pero dé alguna manera yo no estaba ahí con ella, lo que me estaba contando me
venía de otras voces y otros ámbitos con perdón de capote, me venía de un comedor en el
hotel del polvoriento bolívar, ese pueblo pampeano donde había vivido dos años ya tan
lejanos, de esa tertulia de amigos y gente de paso donde se hablaba de todo pero sobre todo
de mujeres, de eso que entonces los muchachos llamábamos los elementos y que tanto
escaseaban en la vida de los solteros pueblerinos.
qué claro me acuerdo de aquella noche de verano, con la sobremesa y el café con
grapa al pelado rosatti le volvían cosas de otros tiempos, era un hombre que apreciábamos
por el humor y la generosidad, el mismo hombre que después de un cuento más bien subido
de flores díez o del pesado salas, se largaba a contarnos de una china ya no muy joven que
él visitaba en su rancho por el lado de casbas donde ella vivía de unas gallinas y una
pensión de viuda, criando en la miseria a una hija de trece años.
rosatti vendía autos nuevos y usados, se llegaba hasta el rancho de la viuda cuando
le caía bien en algunas de sus giras, llevaba algunos regalos y se acostaba con la viuda hasta
el otro día. ella estaba encariñada, le cebaba buenos mates, le freía empanadas y según
rosatti no estaba nada mal en la cama. a la chola la mandaban a dormir al galponcito donde
en otros tiempos el finado guardaba un sulky ya vendido; era una chica callada, de ojos
escapadizos, que se perdía de vista apenas llegaba rosatti y a la hora de cenar se sentaba con
la cabeza gacha y casi no hablaba. a veces él le llevaba un juguete o caramelos, que ella
recibía con un «gracias, don» casi a la fuerza. la tarde en que rosatti se apareció con más
regalos que de costumbre porque esa mañana había vendido un plymouth y estaba contento,
la viuda agarró por el hombro a la chola y le dijo que aprendiera a darle bien las gracias a
don carlos, que no fuera tan chucara. rosatti, riéndose, la disculpó porque le conocía el
carácter, pero en ese segundo de confusión de la chica la vio por primera vez, le vio los ojos
renegridos y los catorce años que empezaban a levantarle la blusita de algodón. esa noche
en la cama sintió las diferencias y la viuda debió sentirlas también porque lloró y le dijo
que él ya no la quería como antes, que seguro iba a olvidarse de ella que ya no le rendía
como al principio. los detalles del arreglo no los supimos nunca, en algún momento la
viuda fue a buscar a la chola y la trajo al rancho a los tirones. ella misma le arrancó la ropa
mientras rosatti la esperaba en la cama, y como la chica gritaba y se debatía desesperada, la
madre le sujetó las piernas y la mantuvo así hasta el final. me acuerdo que rosatti bajó un
poco la cabeza y dijo, entre avergonzado y desafiante: «cómo lloraba...». ninguno de
nosotros hizo el menor comentario, el silencio espeso duró hasta que el pesado salas soltó
una de las suyas y todos, y sobre todo rosatti, empezamos a hablar de otras cosas.
tampoco yo le hice el menor comentario a anabel. ¿qué le podía decir? ¿que ya
conocía cada detalle, salvo que había por lo menos veinte años entre las dos historias, y que
el viajante de comercio de trenque lauquen no había sido el mismo hombre, ni anabel la
misma mujer? ¿que todo era siempre más o menos así con las anabel de este mundo, salvo
que a veces se llamaban chola?
23 de febrero
los clientes de anabel, vagas referencias con algún nombre o alguna anécdota.
encuentros casuales en los cafés del bajo, fijación de una cara, una voz. por supuesto nada
de eso me importaba, supongo que en ese tipo de relaciones compartidas nadie se siente un
cliente como los otros, pero además yo podía saberme seguro de mis privilegios, primero
por lo de las cartas y también por mí mismo, algo que le gustaba a anabel y me daba, creo,
más espacio que a los otros, tardes enteras en la pieza, el cine, la milonga y algo que a lo
mejor era cariño, en todo caso ganas de reírse por cualquier cosa, generosidad nada mentida
en la manera que tenía anabel de buscar y dar el goce. imposible que fuera así con los otros,
los clientes, y por eso no me importaban (la idea era que no me importaba anabel, pero por
qué me acuerdo hoy de todo esto), aunque en el fondo hubiera preferido ser el único, vivir
así con anabel y del otro lado con susana, claro. pero anabel tenía que ganarse la vida y de
cuando en cuando me llegaba algún indicio concreto, como cruzarme en la esquina con el
gordo —nunca supe ni pregunté su nombre, ella le llamaba el gordo a secas—, y quedarme
viéndolo entrar en la casa, imaginarlo rehaciendo mi propio itinerario de esa tarde, peldaño
a peldaño hasta la galería y la pieza de anabel y todo el resto. me acuerdo que me fui a
beber un whisky a la fragata y que me leí todas las noticias del extranjero de la razón, pero
por debajo lo sentía al gordo con anabel, era idiota pero lo sentía como si estuviera en mi
propia cama, usándola sin derecho.
a lo mejor por eso no fui muy amable con anabel cuando se me apareció en la
oficina unos días después. a todas mis dientas epistolares (vuelve a salir la palabra de una
manera bastante curiosa, eh sigmund?) les conocía los caprichos y los humores a la hora de
darme o dictarme una carta, y me quedé impasible cuando anabel casi me gritó escribile
ahora mismo a william que me traiga el frasquito, esa perra hija de puta no merece vivir. du
calme, le dije (entendía bastante bien el francés), qué es eso de ponerse así antes del vermú.
pero anabel estaba enfurecida y el prólogo a la carta fue que la dolly le había vuelto a sacar
un punto con auto a marucha y andaba diciendo en lo de la chempe que lo había hecho para
salvarlo de la sífilis. encendí un cigarrillo como bandera de capitulación y escribí la carta
donde absurdamente había que hablar a la vez del frasquito y de unas sandalias plateadas
treinta y seis y medio (máximo treinta y siete). tuve que calcular la conversión a cinco o
cinco y medio para no crearle problemas a william, y la carta resultó muy corta y práctica,
sin nada del sentimiento que habitualmente reclamaba anabel aunque ahora lo hiciera cada
vez menos por razones obvias. (¿cómo imaginaba lo que yo podía decirle a william en las
despedidas? ya no me exigía que le leyera las cartas, se iba enseguida pidiéndome que la
despachara, no podía saber que yo seguía fiel a su estilo y que le hablaba de nostalgia y
cariño a william, no por exceso de bondad sino porque había que prever las respuestas y los
regalos, y eso en el fondo debía ser el barómetro más seguro para anabel).
esa tarde lo pensé despacio y antes de despachar la carta agregué una hoja separada
en la que me presentaba sucintamente a william como el traductor de anabel, y le pedía que
viniera a verme apenas desembarcara y sobre todo antes de verse con anabel. cuando lo vi
entrar dos semanas después, lo de los ojos amarillos me impresionó más que el aire entre
agresivo y cortado del marinero en tierra. no hablamos mucho en el aire, le dije que estaba
al tanto de la cuestión del frasquito pero que las cosas no eran tan tremendas como anabel
las pensaba. virtuosamente me mostré preocupado por la seguridad de anabel que, en caso
de que las papas quemaran, no podría mandarse mudar en un barco como él iba a hacerlo
tres días más tarde.
—bueno, ella me lo pidió —dijo william sin alterarse—. a mí me da pena marucha,
y es la mejor manera de que todo se arregle.
de creerle, el contenido del frasquito no dejaba la menor huella, y eso curiosamente
parecía suprimir toda noción de culpabilidad en william. sentí el peligro y empecé mi
trabajo sin forzar la mano. en el fondo los líos con la dolly no estaban ni mejor ni peor que
en su último viaje, claro que marucha se sentía cada vez más harta y eso caía sobre la pobre
anabel. yo me interesaba por el asunto porque era el traductor de todas esas chicas y las
conocía bien, etcétera. saqué el whisky después de colgar un cartel de ausente y cerrar con
llave la oficina, y empecé a beber y a fumar con william. lo medí desde la primera vuelta,
primario y sensiblero y peligroso. que yo fuera el traductor de las frases sentimentales de
anabel parecía darme un prestigio casi confesional, en el segundo whisky supe que estaba
enamorado de veras de anabel y que quería sacarla de la vida, llevársela a los states en un
par de años cuando arreglara, dijo, unos asuntos pendientes. imposible no ponerme de su
lado, aprobar caballerescamente sus intenciones y apoyarme en ellas para insistir en que lo
del frasquito era la peor cosa que podía hacerle a anabel. empezó a verlo por ese lado pero
no me ocultó que anabel no le perdonaría que le fallara, que lo trataría de flojo y de hijo de
puta, y ésas eran cosas que él no le podía aceptar ni siquiera a anabel.
usando como ejemplo el acto de echarle más whisky en el vaso, sugerí el plan en el
que me tendría por aliado. el frasquito por supuesto se lo daría a anabel, pero lleno de té o
de coca-cola; por mi parte yo lo tendría al tanto de las novedades con el sistema de las
hojitas separadas, para que las cartas de anabel guardaran todo lo que era de ellos dos
solamente, y seguro que entretanto lo de la dolly y marucha se arreglaba por cansancio. si
no era así —en algo había que ceder frente a esos ojos amarillos que se iban poniendo cada
vez más fijos—, yo le escribiría para que mandara o trajera el frasquito de veras, y en
cuanto a anabel estaba seguro de que comprendería llegado el caso si yo me declaraba
responsable del engaño para bien de todos, etcétera.
—o.k. —dijo william. era la primera vez que lo decía, y me pareció menos idiota
que cuando se lo escuchaba a mis amigos. nos dimos la mano en la puerta, me miró
amarillo y largo, y dijo: «gracias por las cartas». lo dijo en plural, o sea que pensaba en las
cartas de anabel y no en la sola hoja separada. ¿por qué esa gratitud tenía que hacerme
sentir tan mal, por qué una vez a solas me tomé otro whisky antes de cerrar la oficina y salir
a almorzar?
26 de febrero
escritores que aprecio han sabido ironizar amablemente sobre el lenguaje de alguien
como anabel. me divierten mucho, claro, pero en el fondo esas facilidades de la cultura me
parecen un poco canallas, yo también podría repetir tantas frases de anabel o del gallego
portero, y hasta por ahí me pasará hacerlo si al final escribo el cuento, no hay nada más
fácil. pero en esos tiempos me dedicaba más bien a comparar mentalmente el habla de
anabel y de susana, que las desnudaba tanto más profundamente que mis manos, revelaba lo
abierto y lo cerrado en ellas, lo estrecho y lo ancho, el tamaño de sus sombras en la vida.
nunca le oí la palabra «democracia» a anabel, que sin embargo la escuchaba o leía veinte
veces por día, y en cambio susana la usaba con cualquier motivo y siempre con la misma
cómoda buena conciencia de propietaria. en materias íntimas susana podía aludir a su sexo,
mientras que anabel decía la concha o la parpaiola, palabra esta última que siempre me ha
fascinado por lo que tiene de ola y de párpado. y así estoy desde hace diez minutos porque
no me decido a seguir con lo que falta (y que no es mucho y no responde demasiado a lo
que vagamente esperaba escribir), o sea que en toda esa semana no supe nada de anabel
como era previsible, puesto que estaría todo el tiempo con william, pero un fin de mañana
se me apareció con evidentemente parte de los regalos de nilón que le había traído william,
y una cartera nueva de piel de no sé qué de alaska, que en esa temporada hacía subir el
calor con sólo mirarla. vino para contarme que william acababa de irse, lo que no era
noticia para mí, y que le había traído la cosa (curiosamente evitaba llamarla frasquito) que
ya estaba en manos de marucha.
no tenía ninguna razón para inquietarme ahora, pero era bueno hacerse el
preocupado, saber si marucha tenía clara conciencia de la barbaridad que eso significaba,
etcétera, y anabel me explicó que le había hecho jurar por su santa madre y la virgen de
lujan que solamente si la dolly volvía a, etcétera. de paso le interesó saber lo que yo
opinaba de la cartera y las medias cristal, y nos citamos en su casa para la otra semana,
porque ella andaba bastante ocupada después de tanto full-time con william. ya se iba,
cuando se acordó:
—Él es tan bueno, sabes. ¿te das cuenta esta cartera lo que le habrá costado? yo no
le quería decir nada de vos, pero él me hablaba todo el tiempo de las cartas, dice que vos le
transmitís propiamente el sentimiento.
—ah —comenté, sin saber demasiado por qué la cosa me caía un poco atravesada.
—mirála, tiene doble cierre de seguridad y todo. al final le dije que vos me conocías
bien y que por eso me interpretabas las cartas, total a él qué le importa si ni siquiera te ha
visto.
—claro, qué le puede importar —alcancé a decir.
—me prometió que en el otro viaje me trae un tocadiscos de esos con radio y todo,
ahora sí que le ponemos la tapa al riojano de adiós pampa mía si vos me compras discos de
canaro y d'arienzo.
no había terminado de irse cuando me telefoneó susana, que por lo visto acababa de
entrar en uno de sus ataques de nomadismo y me invitaba a irme con ella en su auto a
necochea. acepté para el fin de semana, y me quedaron tres días en que no hice más que
pensar, sintiendo poco a poco cómo me subía algo raro hasta la boca del estómago (¿tiene
boca el estómago?). lo primero: william no le había hablado a anabel de sus planes de
casamiento, era casi obvio que la patinada involuntaria de anabel le había caído como una
patada en la cabeza (y que lo hubiera disimulado era lo más inquietante). o sea que.
inútil decirme que a esa altura me estaba dejando llevar por deducciones tipo
dickson carr o ellery queen, y que al fin y al cabo a un tipo como william no tenía por qué
quitarle el sueño que yo fuera uno más entre los clientes de anabel. pero a la vez sentía que
no era así, que precisamente un tipo como william podía haber reaccionado de otra manera,
con esa mezcla de sensiblería y zarpazo que yo le había calado desde el vamos. porque
además ahora venía lo segundo: enterado de que yo hacía algo más que traducirle las cartas
a anabel, ¿por qué no había subido a decírmelo, de buenas o de malas? no me podía olvidar
que me había tenido confianza y hasta admiración, que de alguna manera se había
confesado con alguien que entretanto se meaba de risa de tanta ingenuidad, y eso william
tenía que haberlo sentido y cómo en ese momento en que anabel se había deschavado. era
tan fácil imaginarlo a william acostándola de una trompada y viniendo directamente a mi
oficina para hacer lo mismo conmigo. pero ni lo uno ni lo otro, y eso...
y eso qué. me lo dije como quien se toma un ecuanil, al fin y al cabo su barco ya
andaba lejos y todo quedaba en hipótesis; el tiempo y las olas de necochea las borrarían de
a poco, y además susana estaba leyendo a aldous huxley, lo que daría materia para temas
más bien diferentes, enhorabuena. yo también me compré nuevos libros en el camino a
casa, me acuerdo que algo de borges y/o de bioy.
27 de febrero
aunque ya casi nadie se acuerda, a mí me sigue conmoviendo la forma en que
spandrell espera y recibe la muerte en contrapunto. en los años cuarenta ese episodio no
podía tocar tan de lleno a los lectores argentinos; hoy sí, pero justamente cuando ya no lo
recuerdan. yo le sigo siendo fiel a spandrell (nunca releí la novela ni la tengo aquí a mano),
y aunque se me hayan borrado los detalles me parece ver de nuevo la escena en que
escucha la grabación de su cuarteto preferido de beethoven, sabiendo que el comando
fascista se acerca a su casa para asesinarlo, y dando a esa elección final un peso que vuelve
aún más despreciables a sus asesinos. también a susana le había conmovido ese episodio,
aunque sus razones no me parecieron exactamente las mías y acaso las de huxley; todavía
estábamos discutiendo en la terraza del hotel cuando pasó un diariero y le compré la razón
y en la página ocho vi policía investiga muerte misteriosa, vi una foto irreconocible de la
dolly, pero su nombre completo y sus actividades notoriamente públicas, transportada de
urgencia al hospital ramos mejía sucumbió dos horas más tarde a la acción de un poderoso
tóxico. nos volvemos esta noche, le dije a susana, total aquí no hace más que lloviznar. se
puso frenética, la oí tratarme de déspota. se vengó, pensaba dejándola hablar, sintiendo el
calambre que me subía de las ingles hasta el estómago, se vengó el muy hijo de puta, lo que
estará gozando en su barco, otra que té o coca-cola, y esa imbécil de marucha que va a
cantar todo en diez minutos. como ráfagas de miedo entre cada frase enfurecida de susana,
el whisky doble, el calambre, la valija, puta si va a cantar, se va a venir con todo apenas le
aplaudan la cara.
pero marucha no cantó, a la tarde siguiente había un papelito de anabel debajo de la
puerta de la oficina, nos vemos a las siete en el café del negro, estaba muy tranquila y con
la cartera de piel, ni se le había ocurrido pensar que marucha podía meterla en un lío. lo
jurado jurado, ponele la firma, me lo decía con una calma que me hubiera parecido
admirable si no hubiese tenido tantas ganas de agarrarla a bife limpio. la confesión de
marucha llenaba media página del diario, y eso precisamente era lo que estaba leyendo
anabel cuando llegué al café. el periodista no iba más allá de las generalidades propias del
oficio, la mujer declaró haberse procurado un veneno de efecto fulminante que vertió en
una copa de licor, o sea en el cinzano que la dolly bebía de a litros. la rivalidad entre ambas
mujeres había alcanzado su punto culminante, agregaba el concienzudo notero, y su trágico
desenlace, etcétera.
no me parece raro haber olvidado casi todos los detalles de ese encuentro con
anabel. la veo sonreírme, eso sí, la oigo decirme que los abogados probarían que marucha
era una víctima y que saldría en menos de un año; lo que me queda de esa tarde es sobre
todo un sentimiento de absurdo total, algo imposible de decir aquí, haberme dado cuenta de
que en ese momento anabel era como un ángel flotando por encima de la realidad, segura
de que marucha había tenido razón (y era cierto, pero no en esa forma) y que a nadie le iba
a pasar nada grave. me hablaba de todo eso y era como si me estuviera contando una
radionovela, ajena a ella misma y sobre todo a mí, a las cartas, sobre todo a las cartas que
me embarcaban derecho viejo con william y con ella. me lo decía desde la radionovela,
desde esa distancia incalculable entre ella y yo, entre su mundo y mi terror que buscaba
cigarrillos y otro whisky, y claro, claro que sí, marucha es de ley, claro que no va a cantar.
porque si de algo estaba seguro en ese momento era de que no podía decirle nada al
ángel. cómo mierda hacerle entender que william no se iba a conformar con eso ahora, que
seguramente escribiría para perfeccionar su venganza, para denunciarla a anabel y de paso
meterme en el ajo por encubridor. se me hubiera quedado mirando como perdida, a lo mejor
me hubiera mostrado la cartera como una prueba de buena fe, él me la regaló, cómo te vas a
imaginar que haga una cosa así, todo el catálogo.
no sé de qué hablamos después, me volví a mi departamento a pensar, y al otro día
arreglé con un colega para que se hiciera cargo de la oficina por un par de meses; aunque
anabel no conocía mi departamento me mudé por las dudas a uno que justamente alquilaba
susana en belgrano y no me moví de ese salubre barrio para evitar un encuentro casual con
anabel en el centro. hardoy, que tenía toda mi confianza, se dedicó con deleite a espiarla,
bañándose en la atmósfera de eso que él llamaba los bajos fondos. tantas precauciones
resultaron inútiles, pero entretanto me sirvieron para dormir un poco mejor, leer un montón
de libros y descubrir nuevas facetas y hasta encantos inesperados en susana, convencida la
pobre de que yo estaba haciendo una cura de reposo y paseándome por todas partes en su
auto. un mes y medio después llegó el barco de william, y esa misma noche supe por
hardoy que anabel se había encontrado con él y que se habían pasado hasta las tres de la
mañana bailando en una milonga de palermo. lo único lógico hubiera debido ser el alivio,
pero no creo haberlo sentido, fue más bien como que dickson carr y ellery queen eran una
pura mierda y la inteligencia todavía peor que la mierda comparada con esa milonga en la
que el ángel se había encontrado con el otro ángel (per modo di dire, claro), para de paso
entre tango y tango escupirme en plena cara, ellos de su lado escupiéndome sin verme, sin
saber de mí y sobre todo importándoseles un carajo de mí, como el que escupe en una
baldosa sin siquiera mirarla. su ley y su mundo de ángeles, con marucha y de algún modo
también con la dolly, y yo de este otro lado con el calambre y el valium y susana, con
hardoy que me seguía hablando de la milonga sin darse cuenta de que yo había sacado el
pañuelo, de que mientras lo escuchaba y le agradecía su amistosa vigilancia me estaba
pasando el pañuelo para secarme de alguna manera la escupida en plena cara.
28 de febrero
quedan algunos detalles menores: cuando volví a la oficina tenía todo pensado para
explicarle convincentemente mi ausencia a anabel; conocía de sobra su falta de curiosidad,
me aceptaría cualquier cosa y ya andaría con alguna nueva carta para traducir, a menos que
entretanto hubiera conseguido otro traductor. pero anabel no vino nunca más a mi oficina,
por ahí era una promesa que le había hecho a william con juramento y virgen de lujan, o
nomás que se había ofendido de veras por mi ausencia, o que la chempe la tenía demasiado
ocupada. al principio creo que la esperé vagamente, no sé si me hubiera gustado verla
entrar, pero en el fondo me ofendía que me estuviera borrando tan fácilmente, quién le iba a
traducir las cartas como yo, quién podía conocer a william o a ella mejor que yo. dos o tres
veces, en la mitad de una patente o una partida de nacimiento me quedé con las manos en el
aire, esperando que la puerta se abriera y entrara anabel con zapatos nuevos, pero después
llamaban educadamente y era una factura consular o un testamento. por mi parte seguí
evitando los lugares donde hubiera podido encontrármela por la tarde o la noche. hardoy
tampoco la vio más, y en esos meses se me dio el juego de venirme a europa por un tiempo,
y al final me fui quedando, me fui aquerenciando hasta ahora, hasta el pelo canoso, esta
diabetes que me acorrala en el departamento, estos recuerdos. la verdad me hubiera gustado
escribirlos, hacer un cuento sobre anabel y esos tiempos, a lo mejor me hubieran ayudado a
sentirme mejor después de escribirlo, a dejar todo en orden, pero ya no creo que vaya a
hacerlo, hay este cuaderno lleno de jirones sueltos, estas ganas de ponerme a completarlos,
de llenar los huecos y contar otras cosas de anabel, pero lo que apenas alcanzo a decirme es
que me gustaría tanto escribir ese cuento sobre anabel y al final es una página más en el
cuaderno, un día más sin empezar el cuento. lo malo es que no termino de convencerme de
que nunca podré hacerlo porque entre otras cosas no soy capaz de escribir sobre anabel, no
me vale de nada ir juntando pedazos, que en definitiva no son de anabel sino de mí, casi
como si anabel estuviera queriendo escribir un cuento y se acordara de mí, de cómo no la
llevé nunca a mi casa, de los dos meses en que el pánico me sacó de su vida, de todo eso
que ahora vuelve, aunque seguramente a anabel le importó muy poco y solamente yo me
acuerdo de algo que es tan poco pero que vuelve y vuelve desde allá, desde lo que acaso
hubiera tenido que ser de otra manera, como yo y como casi todo allá y aquí. ahora que lo
pienso, cuánta razón tiene derrida cuando dice, cuando me dice: no (me) queda casi nada:
ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de
ninguna naturaleza por nada. ningún interés, de veras, porque buscar a anabel en el fondo
del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre mí
mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre anabel.

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